Esta instalación es una denuncia directa al Estado peruano y a su responsabilidad en la violencia que atraviesa el país. A través de un espacio cubierto por balas de cerámica hechas a mano y un manto de cenizas —producidas al quemar noticias sobre muertes violentas—, la obra confronta al espectador con la crudeza de una realidad marcada por el abandono, la represión y la impunidad.

La fragilidad del material contrasta con la brutalidad del símbolo, y convierte cada bala en una representación de vidas perdidas y memorias silenciadas. Un calendario en la pared marca las muertes registradas día a día, funcionando como un registro simbólico de la violencia cotidiana.

A través de sonidos reales de protestas y represión, la instalación ofrece una experiencia sensorial que no solo expone el dolor, sino también la resistencia. Esta obra denuncia la inacción del Estado, la corrupción institucional y la indiferencia del poder frente a una población que sufre.

Pero la propuesta va más allá del contexto peruano. Lo que aquí se expone no es un caso aislado, sino parte de un fenómeno global. Esta instalación se inscribe en una reflexión sobre la violencia contemporánea que atraviesa al mundo entero, sobre la normalización de la muerte y la urgencia de recuperar nuestra humanidad frente al conflicto y la injusticia.